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El viaje de las ciudades al centro del universo

mexico.jpgDedicado a los que creen en el Urbanismo sin prejuicios, limitaciones ni sortilegios JOAQUÍN CASARIEGO (*) Según la mayor parte de los analistas urbanos, la población mundial está pasando, en este preciso momento, de una condición mayoritariamente rural a otra mayoritariamente urbana: es decir, el planeta, definitivamente, se ha urbanizado. Los habitantes de la tierra, entre vivir fuera o dentro de las ciudades, han optado por esta segunda modalidad y las ciudades se han convertido, ya irreversiblemente, no sólo en los lugares habituales de convivencia, sino en los centros políticos, económicos y sociales de mayor solvencia y prestigio.
La globalización, un fenómeno con efectos simultáneamente positivos y negativos para los habitantes del mundo, pero aparentemente imparable, ha revolucionado la economía y los hábitos sociales, como nunca antes había ocurrido, pero si hubiera que caracterizar a aquélla por algo realmente singular, ello sería, sin duda, el protagonismo alcanzado por las ciudades como expresión más genuina de ese nuevo orden mundial. Podríamos decir que más que los estados o las grandes firmas multinacionales, son las ciudades, y su capacidad de articular y espacializar los poderes, las que realmente gobiernan el mundo.
Es importante señalar, sin embargo, que ese proceso de urbanización generalizada no se debe, o no básicamente, al crecimiento de la población urbana del mundo desarrollado, sino, y esto es lo verdaderamente específico del momento actual, a la formación de crecientes aglomeraciones de nuevo cuño radicadas tanto en Asia, como en África o Sudamérica, que se provocan por la atracción que éstas ejercen sobre una población rural en situación de conflicto y pobreza extremos, debido a una nueva relación de movilidad colectiva permanente de corte miseria-miseria.
Pero este fenómeno que ahora se mundializa y culmina, y que comenzó hace diez mil años en Jericó con los primeros síntomas de aglomeración, no necesitó de un saber específico para organizarse: léase, no tuvo que desarrollar una nueva ciencia o saber para materializarse sobre el espacio. Aún habiéndose fundado ciudades y elaborado proyectos de gran complejidad y dimensión sobre ellas, éstas crecieron y se fortalecieron sin la elaboración de una teoría propia, ni para comprenderlas, ni mucho menos para llevarlas a cabo. Sólo cuando el proceso de urbanización, entendido éste como acumulación creciente de la población, fue socialmente insoportable, y/o cuando su traducción en términos económicos, puso valor al suelo y a lo que podía hacerse sobre él, surgió el Urbanismo. Su origen es, por tanto, el resultado de una demanda doble: por un lado, de la necesidad de organizar el espacio donde la gente habría de habitar y por otro de organizar el negocio: entiéndase, no sólo de regular un mercado nuevo y floreciente, sino de socializar al menos una parte de los extraordinarios beneficios que aquella urbanización iba inmediatamente a generar.
De ahí surgió ya, lógicamente, una doble visión del Urbanismo. La de aquéllos que a través de su puesta en práctica veían una forma de mejorar la funcionalidad y los valores ambientales de la ciudad y la de los que entendían que finalmente se había descubierto un precioso mecanismo para evitar los abusos y los excesos que los ensanches urbanos provocaban entre sus protagonistas.
Por tanto es éste, el Urbanismo, un saber nuevo, con poco más de un siglo de historia, y por ello, también, con unas bases todavía precarias e inseguras. Como todo organismo en fase germinal, crece, y simultáneamente tropieza, cae, se incorpora, pero vuelve a caer, y así sucesivamente, sin solución de continuidad. Al principio su ambición fue muy grande y pretendió, pobre de él, dibujar el mundo de un solo brochazo, y se elaboraron planes y planes con la pretensión de responder a las complejas demandas de una sociedad optimista que salía de las revoluciones decimonónicas, sin saber que el pasado iba a ser un siglo duro y sangriento, como ninguno de los anteriores. Es necesario romper los huevos para hacer una tortilla, sentenciaron algunos dirigentes del momento, y las ciudades se construyeron, se destruyeron y se volvieron a construir, varias veces a lo largo del siglo, sin que el Urbanismo lograra hacerse totalmente con ellas.
La aparición de la informática y la revolución sistémica generó nuevas expectativas a una disciplina en ciernes que necesitaba apoyo moral y recursos científicos para crecer en confianza y credibilidad. El desarrollo de la probabilística se hacía necesaria, ya que dibujar la ciudad del futuro, implicaba, de alguna forma, organizar la sociedad de una determinada manera, y, por tanto, había que prever cómo se comportaría en el futuro, para poder darle forma.
Pero el Urbanismo olvidaba que la sociedad no se organiza por cálculos probabilísticos, sino por acuerdos políticos, unas veces previsibles y otros, no tanto. El Urbanismo, los planes en definitiva, topaban con la realidad de responder a las demandas de una sociedad crecientemente compleja, cuyas decisiones cambiaban a la misma velocidad que ella misma lo hacía. La diversidad, palabra mágica de la contemporaneidad, todo lo contaminaba: diversidad en el conocimiento científico, diversidad en las posiciones sociales, diversidad en los enfoques disciplinares, y los planes urbanos, cuya carta de naturaleza fue desde sus inicios el orden y la sistematicidad, se encontraban con un comportamiento social cada vez más imprevisible y asistemático.
Aunque este desencaje estructural y la consiguiente dificultad para programar las acciones, fue también aprovechado por algunos de sus detractores para especular con el suelo, cuando no para practicar la corrupción urbanística más descarnada, como ahora se va conociendo, el monolitismo conceptual y la rigidez procedimental con que el Urbanismo había nacido, lo hacía cada vez más estéril e impracticable. Pretender congregar en un solo sistema (espacial y temporal, ojo) como hacía la legislación española de 1.956, toda la casuística que se derivaba de las transformaciones territoriales, desde la nación hasta la pequeña parcela, tenía que chocar con comportamientos (económicos, sociales,…) que eran por naturaleza desjerarquizados y desacompasados, cuando no contradictorios.
A pesar de que la legislación urbanística (en España y fuera de ella) sufrió cambios sustanciales, sobre todo como consecuencia de la descentralización administrativa que se inició durante los años setenta, sus fundamentos ideológicos han sido generalmente de escasa viveza y flexibilidad. Se podría decir que pasamos por un periodo de cierta desconexión entre una (por otro lado sobreabundante) normativa urbanística y la realidad de las demandas territoriales, con claras asintonías entre una y otra, tanto de ritmo como de operatividad.
Pero ni la sociedad espera, ni las ciudades se han frenado por ello. El fortalecimiento de éstas, a partir del papel central que les ha tocado jugar en este dinámico escenario, no admite demoras. El Urbanismo o se renueva o desaparece. Y la salida no ha sido otra que la diversificación (una vez más) de los enfoques, a partir de la participación de múltiples experiencias, unas recuperadas y otras de nuevo cuño, en una especie de refundación disciplinar a la que se han ido sumando, en diversos momentos, la tradición urbana de los movimientos vecinales, el desarrollo de la ecología y los programas medioambientales, la evolución de la arquitectura como disciplina autónoma, los debates sobre el género y los nuevos roles de la mujer, las teorías sobre el consenso urbanístico y la participación, la influencia del paisaje como enfoque específico, la planificación económica y estratégica, la puesta a punto de la gestión administrativa a escala municipal, etc, etc.
Y el Urbanismo se ha abierto. O por decirlo de otra manera, el Urbanismo ha aceptado y asumido que no son buenos los corsés, que no hay una única fórmula para afrontar los problemas del territorio, que una buena solución para aquí, puede ser mala para allá, que los temas hay que discutirlos abiertamente. En resumen, que la complejidad del nuevo escenario exige talento y participación.
La experiencia del Urbanismo opaco, rígido y unidireccional del siglo XX, generó modelos territoriales desequilibrados, dispersos y desestruc- turados. Ha sido, por tanto, éste, un parto difícil, con mucho tiempo gateando y dificultades para ponerse de pie. Un Urbanismo altivo que ha tenido que agachar la cabeza y corregir las disfunciones propias de una implantación demasiado acelerada y optimista. Si el modelo económico dominante, promovió ciudades fuertes, que son las que hoy dirigen el desarrollo de las comunidades a las que sirven, no hizo lo mismo ni con la forma de aquellas, ni con su medio ambiente, ni con el uso que los ciudadanos hacían de ellas. Y es esto, lo que ha estado impulsando la revisión de los fundamentos del Urbanismo durante el cambio de siglo. Si queremos ciudades para vivir, habrá que preguntarse qué quieren los ciudadanos, no sólo qué demanda de ellas el sistema productivo, porque para esto último no hace falta más Urbanismo. Nos basta y nos sobra con el que hay.
Pero el Urbanismo no va a morir, no se hagan algunos ilusiones. Costó mucho trabajo ponerlo en marcha para intentarlo frenar ahora, y opciones sobre la mesa las hay, y bastante ingeniosas y esperanzadoras. Opciones que devienen de las alarmas medioambientales por todos conocidas y de otras menos escenificables, mediáticas y oscarizables, pero igualmente necesarias.
Sólo es cuestión de esperar,…

(*) Joaquín Casariego es arquitecto y catedrático de Urbanismo

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